El accidente que quebró a la clase trabajadora mexicana.
A las puertas de una morgue improvisada por el Gobierno de la Ciudad de México, se amontonaban este martes familias destrozadas cargadas de papeles. La mayoría llevaba toda la noche buscando algún indicio de su desaparecido entre los escombros de la peor tragedia de la capital desde el seísmo de 2017, corriendo de hospital en hospital con una foto en la mano, con la única esperanza de que un error de logística los hubiera llevado hasta aquí. Pero todos los que se congregaban en este velatorio grupal compartían la misma tragedia: sus muertos estaban dentro.
Tras las puertas de la Fiscalía de Iztapalapa, al sureste de la ciudad, estaba el cadáver de Christian López Santiago, de 41 años. Un empleado del Gobierno federal de origen mixteco que había llegado a la capital hacía casi 30 años huyendo de la miseria del campo de Oaxaca. Cuando su comadre Marisela Alvarado, excompañera de trabajo y amiga de la familia, vio la catarata de vídeos del accidente en las redes sociales la noche anterior, esperó lo peor. No había forma de que él no estuviera en ese tren. La alternativa para López y miles de habitantes del sureste de la capital que trabajan en la zona centro y norte de la ciudad es demasiado farragosa: más autobuses, transbordos, mototaxis.
A las 22.22 de este lunes, López viajaba en uno de los vagones que se precipitaron de golpe sobre una de las principales avenidas de la periferia del sur de la ciudad, un accidente que se cobró la vida de 25 personas y causó casi 80 heridos. Aún le faltaba más de la mitad del camino hasta llegar a su casa: otras cuatro paradas y un viaje en autobús para completar un recorrido de hora y media. Igual que la mayoría de sus vecinos, cada día atravesaba la monstruosa capital mexicana casi de punta a punta para llegar desde la oficina de su trabajo hasta el Valle de Chalco, donde lo esperaban su esposa y dos hijas, de 13 y 6 años. El cuerpo de López quedó aplastado a mitad del trayecto.